Me desperté un día martes, miré el techo de mi cuarto, hice un par de revisiones mentales de mi día y dije «Tengo ganas de pecar».
Encendí mi computador, me conecté a Facebook, un gran amigo me saludó y le dije «Tengo ganas de pecar». Me preguntó «Con quién» y entonces empecé a reírme. Me pareció curioso haber sido tan sincero conmigo mismo que no podía creer que estaba abordando un problema habitual en mí: el deseo de hacer lo que no me conviene.
Supongo que Lance Armstrong, el conocido ciclista algún día despertó pensando «tengo ganas de tomar anabólicos/esteroides». Supongo que algún músico que admiro llegó a un concierto con una buena dosis de hierba (no medicinal) y un pedazo de papel y pensó «tengo ganas de un porro». David, un tipo estupendo de la biblia, miró a la mujer de otro y sin duda pensó «tengo ganas de pecar (con ella)». Lo malo es que a él las ganas le «ganaron» y con un par de llamadas tuvo a la pibita en su lecho matrimonial (tradúzcase como el lugar donde consumaba el amor con el resto de sus esposas)
Ese día no fue muy fácil que digamos. Por un lado estaba mi invulnerabilidad a mis deseos, por otro lado la docena de versículos que memorizamos que nos recuerdan que «todo lo podemos soportar». Soy muy partícipe de identificar situaciones; muchos chicos han venido y me han dicho «Jimmy, alguna vez has dudado de…», «Jimmy, alguna vez pensaste en…» y mi respuesta normalmente es «Si, he pensado/he dudado/he deseado/he querido» y siempre les digo que el problema no es lo que pensamos, en un inicio, sino el siguiente paso. ¿Qué hacemos con lo que pensamos? ¿Qué hago yo cuando me dan ganas de hacer todo lo que no debo?
Así que les confieso que aún tengo ganas de pecar, de equivocarme, de ir a buscar una piedra (con falda quizá) para tropezar, pero cuando le digo a Dios que estoy en esas situaciones su respuesta es Mi poder se perfecciona en tu debilidad.
Ahora tengo ganas de poner punto final.