Iba en el autobús a mi casa, uno de esos que lleva gente como la lata lleva atún en su interior: a full. Con apenas dos manos sostenía una bolsa y con la otra sostenía un libro mientras tambien me equilibraba como trapecista para ir de pie con dos manos ocupadas. En mi defensa diré que leer era prioridad en el camino, sino uno puede aburrirse en cantidades industriales.
De repente alguien gritó, en Quito ya uno está acostumbrado a los gritos, se grita para pedir permiso, se grita para cobrar el costo del viaje, se grita para vender «caramelos moritas, caramelos de maní, kaumal para la garganta», se grita para hablar de Jesús y de Dios y luego pedir una moneda a cambio de una oración mal hecha. Pero ese grito llevaba un poco de bronca, de impotencia, de que la persona que hablaba (o gritaba) sí tenía algo que decir.
Era una madre y su hija sufría de cáncer a sus riñones, si no me equivoco. Nos dió su nombre, nos invitó a donar sangre, pero a mí personalmente en medio de todo ese ruido me hizo pensar dónde está Dios cuando lo necesitamos! Ni siquiera es una pregunta, es un reclamo.
¿Dónde estaba Dios cuando aquella niña empezó a sufrir los síntomas de la enfermedad? Dónde estaba cuando las células cancerígenas empezaron a reproducirse? ¿Acaso no estaba pendiente de ella? ¿Acaso no está «en todo lugar»?
Lo mismo pensé cuando no pude entrar a la universidad que quise. ¿Dónde estaba Dios cuando hacía cuentas con mis padres y cumplir mi sueño de toda la vida? Pensé que estaba cumpliendo el sueño de otro en otro lugar del mundo, muy ocupado para preocuparse por mí.
Jesús hizo la misma pregunta en la cruz. En una situación que ni el peor criminal merece le gritó a su padre «Porqué me has abandonado!» Jesús también se preguntó «¡Dónde estás cuando te necesito, padre!»